martes, 2 de febrero de 2010

Redibujando Europa, El Congreso de Viena

A finales de 1814 Europa había alcanzado por fin la ansiada paz. La guerra del continente contra Napoleón Bonaparte había sido demasiado larga y con un terrible costo en vidas. Pero ya el ambicioso corso estaba encerrado en una isla, viendo la manera mas conveniente de fugarse pero encerrado de momento.
Sus enemigos, los triunfadores, tenían una larga tarea por delante. A Bonaparte se le había ocurrido echar rayas sobre el mapa de Europa igual que quien diseña su casa y como ya estaba vencido era tiempo de deshacer lo hecho. Para llevar a cabo la tarea los monarcas optaron por algo no muy común en la época dados los medios de transporte: reunirse todos, o casi, en la capital de Austria, para repartir a gusto los territorios que habían quedado huérfanos con la caída de Napoleón.
Por lo tanto, aparte de poderosos monarcas como el zar Alejandro I de Rusia o el que seguía siendo, a pesar de todo, suegro de Bonaparte, el emperador Francisco I de Austria, acudieron a Viena muchos reyes sin reino ni corona, ni mucho menos fortuna, para ver si tenían suerte, les salía bien la diplomacia o se compadecían de ellos y les daban una migaja del pastel que para ducado ya alcanzaría.
El que partía era el temible canciller de Austria Clemente de Metternich, un extraordinario estadista que se las sabía todas, o por lo menos la mayoría. La repartición, a pesar de todo, se veía sencilla: se trataba de favorecer a los que habían combatido a Bonaparte, sin importar que en un principio le hubieran beneficiado. Todo el que toco madera a tiempo, antes de la derrota del corso, tenia derecho a levantar la mano y pedir. Otra cosa, más difícil, era echar para atrás el disco y convencer a la población de Europa de que seguía viviendo en el absolutismo. Lo único que podía hacerse era colocar en todo el continente a monarcas déspotas que censuraran a la prensa. Así no se lograría borrar el daño hecho por la Revolución pero era lo único que podía hacerse para mantener el control en los diferentes países.
A pesar de ser un congreso para los ganadores, el francés Talleyrand logro colarse hasta el salón principal y colocar a la devastada Francia en la mesa de las potencias negociantes. Estadistas así nos hacen falta hoy en día. Sin embargo era imposible que evitara que le arrebataran a su país los territorios que Bonaparte se había adueñado por la fuerza.

Después de todo, la cosa no fue tan sencilla, los monarcas que el primer día se trataron como hermanos, al final ya ni la palabra querían dirigirse. A tal punto llegaron las cosas que el zar estaba dispuesto a batirse a duelo con Metternich. El aburrimiento se había apoderado de todos. Y es que entre fiestas, reparticiones y problemas con la letra chiquita, el congreso se alargo por nueve meses. Casi un cuarto de gobierno de muchos presidentes de la actualidad.
Los vieneses, aparte de que muchos se habían enriquecido con el comercio, temblaban al pensar en los predecibles nuevos impuestos, ya que su emperador, como anfitrión que era, pagaría la cuenta a cambio de recuperar casi todos los territorios perdidos y adueñarse de otros, intuido el ducado de Parma para la aun esposa de Napoleón.
Y poco antes de que cayera el telón, les llego a los monarcas la nada agradable noticia de que Napoleón se había escapado de la cárcel que habían elegido para él. Como sabían que el temible general no volvería a reunir muy fácilmente un ejército como el que tuvo años atrás, no fue necesario el grito de “Corran por sus vidas”. Simplemente el duque de Wellington, que había asistido al congreso, partió para enfrentarse con Bonaparte.
El que lograran mantener intacto el nuevo mapa de Europa dependía enteramente del éxito de Wellington. Y lo logro. Pero conservar el absolutismo venia a ser lo más difícil. Pronto los monarcas, uno a uno, tendrían que flexionar un poco en la forma de gobierno, para poder seguir en el poder. Porque volver a Europa al periodo anterior a la Revolución Francesa, eso ya era imposible.

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