La desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural
de Ayotzinapa ha resultado ser la peor crisis del actual gobierno mexicano
encabezado por Enrique Peña Nieto. El saldo, para el Estado, es espeluznante. Ya
le costó el puesto y la posible libertad al alcalde de Iguala, al gobernador de
Guerrero y un desprestigio enorme al gobierno federal en todo el mundo.
Visto sólo como suceso, resulta increíble que esta
desaparición haya tenido un saldo rojo tan notorio para el Estado mexicano,
porque, por desgracia, en México los secuestros y asesinatos masivos son moneda
corriente. Los cárteles de la droga se han dedicado por años a despoblar
municipios, a secuestrar autobuses y a desaparecer a sus pasajeros, se han
ensañado contra los migrantes centroamericanos, contra pequeños empresarios,
contra automovilistas que se adentran de noche en las carreteras de todo el
país y, por supuesto, contra miembros de grupos rivales.
De forma aterradora, México se ha convertido en un gran
cementerio clandestino. Pero hasta ahora
ese desgobierno no había costado tanto al Estado, de manera ciertamente
inexplicable. Porque, en un país civilizado, una de las cientos de masacres
horrorosas que suceden al año, una sola, habría costado el puesto a ministros y
a presidente. Pero en México no.
El gobierno anterior, para librarse de culpas, se dedicó a
desprestigiar a las víctimas. Todos los asesinados de forma violenta y con tiro
de gracia eran por regla general miembros de un cártel, por lo tanto, no había
que preocuparse mucho por ellos. Cuando tocó a los migrantes que fueron
asesinados en Tamaulipas, como no se les podía culpar de tal cosa, el gobierno
se limitó a lamentar el hecho y a señalar al cártel responsable. El crimen fue
atroz, pero el gabinete de Calderón tenía una vía libre para salir lo menos
posible espinado: un culpable ajeno al Estado.
Era impensable, por tanto, que un secuestro y o levantón
más, fuera tan caro al gobierno. Ángel Aguirre y Peña Nieto no pensaron, con
toda seguridad, que les acababa de explorar una bomba en la cara. Aguirre, un
tipo al que se le ve lo corrupto hasta de espaldas, jamás imaginó que 43
simples mortales le fueran a quitar el puesto. Él, aparentemente, no tuvo nada
que ver y, si el Gober Precioso no perdió
el cargo cuando todo lo culpaba, a él tampoco tenía que salirle tan caro.
En México los gobernadores no renuncian, se quedan en el
puesto para que los proteja el fuero, aun cuando el pueblo reclama sus
renuncias si se ven envueltos en actos de corrupción o de complicidad con
el crimen organizado. El gobierno Federal tampoco se preocupó al principio. Era
un levantón más, el segundo del día, quizás el tercero, el cuarto, el quinto,
la rutina a la que el país ya se acostumbró.
Y como tal fue tratado el suceso al principio. Desde Los
Pinos quisieron que fuera un hecho local que no involucrara en absoluto a
autoridades federales, que a lo mucho se le diera la cobertura de una semana en
los medios, donde se indicara que “refuerzos federales irían a patrullar la
zona”, es decir más rutina. Pero no fue así.
Del suceso se enteró el mundo entero, y el mundo entero se
conmovió. ¿Por qué? Porque a las víctimas no se les podía acusar de narcos,
eran estudiantes, y porque los levantó la policía. Qué importa que fuera la
municipal, se trataba sin más del secuestro de estudiantes por miembros del
Estado. Esas dos cosas -estudiantes y verdugos uniformados- eran las variantes
de la rutina que el gobierno no pudo ver al principio y que tan caras le han
salido a un mes del suceso.
Ante la imposibilidad de maquillar los hechos, los gobiernos
estatal y federal decidieron algo muy lógico, muy priísta y, por ende, ya muy
usado: señalar a un culpable y echar toda la publicidad posible sobre él. El sacrificado
fuel el ocupante del peldaño inferior en la escalera del poder: el alcalde de Iguala.
La sensatez de los políticos indicaba que allí estaba la solución. A fin de
cuentas, fue la policía de Iguala la que ejecutó el levantón de los
estudiantes, por órdenes presuntamente de su comandante y éste mandado por el
alcalde.
Quizás ese alcalde sea el culpable. Eso no lo discute el
pueblo mexicano ni el mundo entero. Pero el desgobierno de Guerrero, la
impunidad y la corrupción que envolvían al gabinete de Aguirre, la miopía voluntaria
del gobierno federal ante los hechos, la escasez de seguridad y de justicia,
entre otras tantas plagas, eso no es sólo culpa del alcalde Iguala, sino de
Aguirre y de Peña Nieto.
Por ello el asunto ha sido tan difícil de evadir para los
políticos, porque no se puedan librar de él por ningún lado. La presión no es
sólo de México sino del mundo. El gran presidente Peña de las grandes reformas
ha quedado en el pasado junto con el año pasado. Ahora el mundo ve a un priísta
más, a un corrupto más.
Como epilogo, resta decir que la clase política ya sacrificó
a dos mandatarios para calmar los ánimos: al alcalde de Igual y al gobernador
de Guerrero, y, ahora, ya sólo queda uno por sacrificar -porque visto está que
en esto de sacrificar se trata-: el presidente de México.