miércoles, 29 de octubre de 2014

Ayotzinapa: espada y pared

La desaparición de 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa ha resultado ser la peor crisis del actual gobierno mexicano encabezado por Enrique Peña Nieto. El saldo, para el Estado, es espeluznante. Ya le costó el puesto y la posible libertad al alcalde de Iguala, al gobernador de Guerrero y un desprestigio enorme al gobierno federal en todo el mundo.

Visto sólo como suceso, resulta increíble que esta desaparición haya tenido un saldo rojo tan notorio para el Estado mexicano, porque, por desgracia, en México los secuestros y asesinatos masivos son moneda corriente. Los cárteles de la droga se han dedicado por años a despoblar municipios, a secuestrar autobuses y a desaparecer a sus pasajeros, se han ensañado contra los migrantes centroamericanos, contra pequeños empresarios, contra automovilistas que se adentran de noche en las carreteras de todo el país y, por supuesto, contra miembros de grupos rivales.

De forma aterradora, México se ha convertido en un gran cementerio clandestino.  Pero hasta ahora ese desgobierno no había costado tanto al Estado, de manera ciertamente inexplicable. Porque, en un país civilizado, una de las cientos de masacres horrorosas que suceden al año, una sola, habría costado el puesto a ministros y a presidente. Pero en México no.

El gobierno anterior, para librarse de culpas, se dedicó a desprestigiar a las víctimas. Todos los asesinados de forma violenta y con tiro de gracia eran por regla general miembros de un cártel, por lo tanto, no había que preocuparse mucho por ellos. Cuando tocó a los migrantes que fueron asesinados en Tamaulipas, como no se les podía culpar de tal cosa, el gobierno se limitó a lamentar el hecho y a señalar al cártel responsable. El crimen fue atroz, pero el gabinete de Calderón tenía una vía libre para salir lo menos posible espinado: un culpable ajeno al Estado.

Era impensable, por tanto, que un secuestro y o levantón más, fuera tan caro al gobierno. Ángel Aguirre y Peña Nieto no pensaron, con toda seguridad, que les acababa de explorar una bomba en la cara. Aguirre, un tipo al que se le ve lo corrupto hasta de espaldas, jamás imaginó que 43 simples mortales le fueran a quitar el puesto. Él, aparentemente, no tuvo nada que ver y, si el Gober Precioso no perdió el cargo cuando todo lo culpaba, a él tampoco tenía que salirle tan caro.

En México los gobernadores no renuncian, se quedan en el puesto para que los proteja el fuero, aun cuando el pueblo reclama sus renuncias si se ven envueltos en actos de corrupción o de complicidad con el crimen organizado. El gobierno Federal tampoco se preocupó al principio. Era un levantón más, el segundo del día, quizás el tercero, el cuarto, el quinto, la rutina a la que el país ya se acostumbró.

Y como tal fue tratado el suceso al principio. Desde Los Pinos quisieron que fuera un hecho local que no involucrara en absoluto a autoridades federales, que a lo mucho se le diera la cobertura de una semana en los medios, donde se indicara que “refuerzos federales irían a patrullar la zona”, es decir más rutina. Pero no fue así.

Del suceso se enteró el mundo entero, y el mundo entero se conmovió. ¿Por qué? Porque a las víctimas no se les podía acusar de narcos, eran estudiantes, y porque los levantó la policía. Qué importa que fuera la municipal, se trataba sin más del secuestro de estudiantes por miembros del Estado. Esas dos cosas -estudiantes y verdugos uniformados- eran las variantes de la rutina que el gobierno no pudo ver al principio y que tan caras le han salido a un mes del suceso.

Ante la imposibilidad de maquillar los hechos, los gobiernos estatal y federal decidieron algo muy lógico, muy priísta y, por ende, ya muy usado: señalar a un culpable y echar toda la publicidad posible sobre él. El sacrificado fuel el ocupante del peldaño inferior en la escalera del poder: el alcalde de Iguala. La sensatez de los políticos indicaba que allí estaba la solución. A fin de cuentas, fue la policía de Iguala la que ejecutó el levantón de los estudiantes, por órdenes presuntamente de su comandante y éste mandado por el alcalde.

Quizás ese alcalde sea el culpable. Eso no lo discute el pueblo mexicano ni el mundo entero. Pero el desgobierno de Guerrero, la impunidad y la corrupción que envolvían al gabinete de Aguirre, la miopía voluntaria del gobierno federal ante los hechos, la escasez de seguridad y de justicia, entre otras tantas plagas, eso no es sólo culpa del alcalde Iguala, sino de Aguirre y de Peña Nieto.

Por ello el asunto ha sido tan difícil de evadir para los políticos, porque no se puedan librar de él por ningún lado. La presión no es sólo de México sino del mundo. El gran presidente Peña de las grandes reformas ha quedado en el pasado junto con el año pasado. Ahora el mundo ve a un priísta más, a un corrupto más.

Como epilogo, resta decir que la clase política ya sacrificó a dos mandatarios para calmar los ánimos: al alcalde de Igual y al gobernador de Guerrero, y, ahora, ya sólo queda uno por sacrificar -porque visto está que en esto de sacrificar se trata-: el presidente de México.

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